Yo tenía un amigo, Martín, que tenía una carpeta oficio repleta de poemas de tres versos y que tomaba cocaína noche de por medio. Vivía en barrio Norte, General Roca, donde había casitas con jardines de piedras rodeadas de rejas despintadas.
Hay dos poemas o, si se quiere, dos haikus desfigurados de él que recuerdo con mucha claridad:
Afuera de la cueva
quemándose los pelos
San Francisco de Asís
Y el otro:
El pensamiento
es una mordedura
caliente
Martín le hacía honra a sus versos: le faltaba la cuota de ascetismo del santo cristiano, pero encontró un sustituto perfecto de Jesús en las fatuas mieles de la cocaína. Lo de quemarse los pelos y sentir que su cerebro era una válvula incandescente era un resultado natural de su voluntariosa ingesta.
A Martín lo conocí a través de Carlitos Sohar, un ex-compañero de teatro que también escribía y que cocinaba unos estofados de arroz y berenjenas deliciosos. Carlitos era la reencarnación de un gato: desde el fondo de sus ojos pardos y su perfume naif se revelaba una vocación poética arrolladora. Ellos dos habían hecho buenas migas quién sabe en qué circunstancias, y durante un tiempo fueron inseparables.
Al principio yo veía en ambos cierta impostura frente a la cual uno se sentía un sujeto perfectamente intrascendente: ellos hablaban cotidianamente en un lenguaje cargado de figuras barrocas, o bien en una jerga tan pero tan llana que se iban las ganas de hablar. Digamos que se podía ver en ellos la perfecta síntesis de vida y obra.
No tenían mayores pretensiones que escribir y compartir con nosotros unas buenas borracheras con licor de anís. En una de esas veladas creamos una revista literaria muy artesanal que se llamó Don Silencio. Creo que no llegamos a sacar el segundo número. Federico, otro de los participantes, sostiene que esa iniciativa fue lo mejor que hicimos en nuestras vidas. Hicimos un manifiesto que por razones obvias titulamos “Manifiesto Don Silencio”: una suerte de cadáver exquisito que nos salió bastante redondo y que contenía frases como “cinco gérmenes del mal” (el quinto germen era Sergio, un estudiante de comunicación que le gustaba tocar canciones de Pappo) y “caigamos para arriba”. Éramos la envidia de toda vanguardia.
Después de aquel período Martín se perdió en talleres de poesía y cursos de masajistas. Lo reencontré hace dos años hablando pestes sobre su época de “adicción” y vinculado a un grupo de autoayuda con ejes programáticos sacados del imaginario de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. Había dejado de escribir.
Pero esa no fue la última vez que lo vi: durante el verano pasado pasó varias veces frente a la casa de mis viejos paseando a un perro negro. Iba acompañado por una mina medio gorda que se pasaba las tardes de enero tomando sol enfundada en una malla de leopardo a la vera del río Negro.
La última vez que me lo encontré, Martín estaba tomando un Agua Ser en un kiosco. Flanqueado por dos de sus viejos compañeros de andanzas, hablamos trivialidades sobre el río y su trabajo en un supermercado. Nada supe de su poesía ni de su alianza con la cocaína. Pero sus viejos versos bien valen la pena un homenaje.
Hay dos poemas o, si se quiere, dos haikus desfigurados de él que recuerdo con mucha claridad:
Afuera de la cueva
quemándose los pelos
San Francisco de Asís
Y el otro:
El pensamiento
es una mordedura
caliente
Martín le hacía honra a sus versos: le faltaba la cuota de ascetismo del santo cristiano, pero encontró un sustituto perfecto de Jesús en las fatuas mieles de la cocaína. Lo de quemarse los pelos y sentir que su cerebro era una válvula incandescente era un resultado natural de su voluntariosa ingesta.
A Martín lo conocí a través de Carlitos Sohar, un ex-compañero de teatro que también escribía y que cocinaba unos estofados de arroz y berenjenas deliciosos. Carlitos era la reencarnación de un gato: desde el fondo de sus ojos pardos y su perfume naif se revelaba una vocación poética arrolladora. Ellos dos habían hecho buenas migas quién sabe en qué circunstancias, y durante un tiempo fueron inseparables.
Al principio yo veía en ambos cierta impostura frente a la cual uno se sentía un sujeto perfectamente intrascendente: ellos hablaban cotidianamente en un lenguaje cargado de figuras barrocas, o bien en una jerga tan pero tan llana que se iban las ganas de hablar. Digamos que se podía ver en ellos la perfecta síntesis de vida y obra.
No tenían mayores pretensiones que escribir y compartir con nosotros unas buenas borracheras con licor de anís. En una de esas veladas creamos una revista literaria muy artesanal que se llamó Don Silencio. Creo que no llegamos a sacar el segundo número. Federico, otro de los participantes, sostiene que esa iniciativa fue lo mejor que hicimos en nuestras vidas. Hicimos un manifiesto que por razones obvias titulamos “Manifiesto Don Silencio”: una suerte de cadáver exquisito que nos salió bastante redondo y que contenía frases como “cinco gérmenes del mal” (el quinto germen era Sergio, un estudiante de comunicación que le gustaba tocar canciones de Pappo) y “caigamos para arriba”. Éramos la envidia de toda vanguardia.
Después de aquel período Martín se perdió en talleres de poesía y cursos de masajistas. Lo reencontré hace dos años hablando pestes sobre su época de “adicción” y vinculado a un grupo de autoayuda con ejes programáticos sacados del imaginario de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. Había dejado de escribir.
Pero esa no fue la última vez que lo vi: durante el verano pasado pasó varias veces frente a la casa de mis viejos paseando a un perro negro. Iba acompañado por una mina medio gorda que se pasaba las tardes de enero tomando sol enfundada en una malla de leopardo a la vera del río Negro.
La última vez que me lo encontré, Martín estaba tomando un Agua Ser en un kiosco. Flanqueado por dos de sus viejos compañeros de andanzas, hablamos trivialidades sobre el río y su trabajo en un supermercado. Nada supe de su poesía ni de su alianza con la cocaína. Pero sus viejos versos bien valen la pena un homenaje.
3 %:
A veces me pregunto qué quedó de todo eso? Y porque muchas veces escribimos en tono biografía como si hubiera pasado. Creo que sigue su curso aquello que una vez tuvo una veta poética; sólo que ahora sin la lapicera y el papel -el que sea- como objetos de creación.
Martín vale el homenaje. Con total seguridad que sí lo merece.
Que Carlitos Sohar te oiga desde algún lugar de la Patria, Fede.
Este post perdido es el origen del viento que lleva, letra por letra, Don Silencio del mar a la punta del pino en el patio de mi vecina. Carlitos, donde esté, está haciendo patria. Es patria su obra, aunque está sea un baño o un living-comedor.
Ahora se me ocurre que podría estar trabajando para un banda de narcos y también, eso, sería arte! a su salud!!
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