La novela de Caicedo es medio apología del delito: que hable de frula vaya y pase; acá lo que hay que prohibir es hablar de amor.
Empecé a leerla pensando en encontrarme con postales narcóticas y bardo sentimental, esas cosas que en lugar de ser catárticas terminan por enfermarte la mente día y noche. En un principio pensé que eso era sinónimo de decepción, pero a medida que avanzás de página te das cuenta que Caicedo era un pibito que encontró su nicho de luz en medio de la confusión, repleto de dulzura, que se pone en la piel de una chica rubia y desenfadada que descubre la cocaína como quien encuentra a Dios. Parece que el mundo le pareció muy bonito y quería irse a dormir con los gusanos antes de sufrir el desengaño: se mató a los 25 escuchando guaguancó.
Ahora que se van terminando los días en Villa Negra, sobrevienen fantasías que jamás llegarán a convertirse en textos, ¿y saben qué? Es muchísimo mejor, porque a veces siento que el mejor texto es el que tenés adentro de la cabeza mientras caminás por la calle, escuchando las sesiones del desierto con el cielo lleno de sol por una avenida ancha, sin ponerte en la obligación de que alguien te lea. Por eso hoy empecé a escribir una novela que la voy a ir escribiendo todas las tardes que me falten hasta terminar tieso, un relato epocal que empieza diciendo "Nos conocimos comprando ropa en los pasillos de la Quinta Avenida....".
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