Sí, estuve ausente un buen rato; prácticamente la totalidad de las horas que me tomaron coger el avión desde Ezeiza hasta aterrizar en un aeropuerto de Barajas atestado de gente en ojotas y empleados de migraciones con cara de pocos amigos. A mí me atendió uno que, la mierda, se parecía a ese personaje de Tiempo de gitanos que anda con su cruz llena de merca de acá para allá.
Drogas y cara de orto seguro, pero de hospitalidad mejor ni hablemos. "¿Queréis venir por aquí, por favor?", exclamó el gitano de Barajas mientras la cruz de oro se bamboleaba sobre los pelos del pecho que asomaban sobre su uniforme. Y yo que le doy mi pasaporte, y lo miro, y lo imagino bailando flamenco, y me imagino a todo el aeropuerto de Barajas bailando flamenco; me someto a la fantasía de pensar que ahí afuera, en la cinta donde se transportan las maletas, hay tortillas y toros apareándose bajo el cachondo sol de Madrid en agosto.
Cuando hube recogido mi mochila, enfilo para la salida y me encuentro a un colorado que viajó al lado mío en el avión.
Argentino.
Dice que vivía seis meses en Marbella (sí, Marbella) y seis en Villa Gesell. Dudo si creerle o no. A diez mil metros de altura, me contaba que en España las cosas salían baratas. "Es más", me dijo, "esta remera que tengo puesta, así como la ves, me salió 10 euros". Luego de echar un vistazo a ese retazo verde, naranja, con una leyenda en inglés hecha con goma, me resulta inevitable pensar en las terribles consecuencias que dejó el menemismo para el buen gusto de los argentinos.
Así que ahí me deseó buena suerte, y enseguida me encontré con Ana, que venía brincando como una gacela a echarse en mis brazos y yo a echarme a los suyos. (Debería ampliar algunos detalles de la conversación, lo sé, pero podemos dejar esto para otro momento).
Estuvimos cinco días en Madrid, alojados en la casa de unos amigos de Ana que estudian allí. Dedicamos buena parte de nuestras horas a conversar, mientras fumábamos tirados encima de un colchón en una habitación semi vacía, en el barrio de Cuatro Caminos. Ese lugar es lo más parecido a un ghetto que conocí en mi vida. Cubanos, colombianos, ecuatorianos, senegaleses, marfileños... todos en la calle, o en la vereda chupando birra toda la puta tarde.
Y en el Metro lo mismo: un festival racial del que nadie, excepto yo, parecía sorprenderse demasiado. Durante los primeros días yo era una virgen violada por las imágenes de una Europa inmigratoria. Como me comentaría un madrileño más tarde: "España necesita de la inmigración. ¿Quién vendría, si no, a hacer el trabajo que nosotros no queremos?".
Paseamos por los jardines del Museo del Prado, fuimos a ver jazz al Café Central, estuvimos en la Plaza Mayor y en la Puerta del Sol, donde todas las fiestas de fin de año los madrileños se juntan a comerse las doce uvas, una por cada mes del año. Otra noche fuimos al barrio de Lavapiés: cenamos en el restaurant de unos libaneses y luego nos arrimamos a hacer un "botelleo" a la plaza del lugar. Mucha gente, casi todos en pedo. Me cruzo con un negro (negro mal) que me empieza hablar y yo que le contesto. "Argentino, ¿eh? La pampa, Mendoza, Boludo, la pampa, Maradona, la pampa, Mendoza, Pelotudo". No sabía si alegrarme porque el subsahariano al menos sabía que tenemos algo llamado Pampa, o mandarlo a la mierda por quemapelos.
Y luego fuimos a Atocha, donde me puse a preguntar cosas para escribir algo sobre los atentados del 11 de marzo de 2004. Silencio total. La estación es hipermoderna y gigante. Pero hay como un manto de silencio bastante impresionante. Aún así hay tela para escribir algo.
Aprovechamos ese día para sacar el boleto de tren que nos traería a Galicia, donde nació Ana y donde viven sus abuelos. Desde aquí les escribo ahora mismo. Caímos hace una semana a Guamil, un pueblito de -como le gusta llamar a Mariluz, la madre de Ana- la "España profunda". Cada vecino guarda una copia de la llave de la Iglesia del pueblo. Y se come de una manera que no vi jamás en mi vida. Ayer fue la fiesta del pueblo y hubo vermouth, calamares, pulpo, langostinos, carne de cerdo, de cordero, vino tinto, vino blanco, y de postre tarta y arroz con leche.
Galicia rules.
Pero se estuvieron quemando un par de bosques aquí cerca, y casi que no se conversaba de otra cosa. Hoy empezó a llover y los gallegos están contentos.
Por estos días comenzamos a pensar en lanzarnos a Portugal, que está a menos de una hora de viaje por tierra desde aquí. Vamos a Lisboa seguro, pero antes daremos una vueltecita por el norte del país.
Y esta crónica es mezquina, porque la verdad es que estoy "flipado" con las cosas que se piensan y se ven en este lado del mundo. Hasta quizás me vean dentro de poco afiliado al Bloque Nacionalista Gallego, o a la ETA, o en un barco de marroquíes ilegales, con tal de que un rayo me paralice un poco más en España.
¿Y Argentina?
Hay días en los que se me aparece como una maldición deliciosa.
2006-2010
16/8/06
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