Tiene los ojos del color de la sangre de un viajero, o de un intendente venido
a menos: marrón pardo.
Su visión es de átomos redondeados
(átomos como gatos pequeños, muertos, blancos), mullida, mórbida en su
concepción de suave y un largo etcétera que nunca comprenderéis hasta acercaros
un poco. Y no lo hice, os juro que no lo hice. Pasó que no sé nadar y tenía miedo a naufragios internos.
De rerum natura se retuerce sobre la mesa
hace cabriolas, gira, se encrespa.
Lucrecio aprieta los puños y luego aprieta también
los labios exigiendo prestaciones, atención, ojos volcando los dos vasos de agua
sobre el texto.
Son las cinco de la tarde y yo no sé si Martín Fierro tomaría un té si se lo ofrezco.
Té con almendras.
(¿O cómo coño era ese té que tomaba Francis, Sr Dalloway?)
Sorbe el té, embrocando el cristal a la boca. Silencio. Se rueda (se rueda un corto art et essai donde miles de pequeñas particulas atraviesan, rectas, como una legión de teína, sus papilas). Sus pupilas, nunca sus pupilas.
Una naranja se pela a sí misma y se refleja en el azulejo más añil de la cocina.
Yo tengo unas ganas inmensas de bañarme. Y de aplaudirle.
De un mail de Ana, gallegua perdida entre las sombras del Sacré Couer, en ocasión de Los Villancicos Brutales.
2006-2010
23/1/07
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