Leí en Twitter hace unos minutos que alguien escribió: “Es como que entierro y lluvia van de la mano, no?”. El resto del país quizá viva otras condiciones metereológicas, pero cuesta pensar que el clima emocional en otras ciudades sea distinto al que se vive hoy en Buenos Aires.
Acá llueve a cántaros desde temprano y la tele transmite desde hace 48 horas ininterrumpidas las imágenes de una Plaza de Mayo cubierta de paraguas y carteles de agradecimiento y apoyo colgados desde el miércoles por la mañana, día en el que dio a conocer la muerte del hombre al que la mayoría de las voces (incluidas las opositoras y el diario Clarín) lo reconocen como el hombre que volvió a poner la política en el escenario principal de la vida pública.
Pero en honor a la verdad y a lo que se respira en las calles, estos días han sido mucho más que política. El miércoles a la noche, conocida desde la mañana la noticia de la muerte de Néstor Kirchner (acá todo el mundo le dice Néstor, a secas) una multitud triste y desconcertada se juntó en la Plaza de Mayo a darse aliento y a llorar junta. Familias enteras, viejos peronistas del ‘50, marxistas conversos, curiosos miembros de la clase media; todos parecían querer participar de la despedida al hombre que ahora marcha lento entre la gente, en el auto que transporta su féretro hasta el avión que lo devolverá a la tierra en la que empezó a construir su mito.
Mi hermano, que vive en Comodoro Rivadavia, me mandó un mail hace un rato después de que yo le escribiera preguntándole cómo estabas las cosas por el sur después de la noticia. Me contestó: “Acá les vino como un tortazo. los guapos quedaron huérfanos y el resto extraña a Néstor, el que les dio protagonismo y los puso en un mapa, el que popularizó la región y llevó a las papas fritas el sabor del corderito patagónico. El que hizo de la Argentina una patagonia entera y acá todos fueron más argentinos que nadie. Nestor era everything y ahora todo es nothing. Lo triste es ver esa escena, como el día después de una eliminación mundialista. Una persona que trabaja acá me preguntó ayer, apesadumbrado; “¿ya fue el sur, no?”.
No tuve la suerte de ser kirchnerista, como le escuché decir hace poco a un conocido, pero desde que me enteré de la noticia no puedo dejar de sentirme cada vez más perturbado, hora tras hora. No sé si la palabra que mejor defina mi estado de ánimo es “tristeza”, pero tengo 27 años y durante todos estos días vi a mucha gente de mi edad llorar cerca mío. Esa es una experiencia importante, básicamente porque te hace preguntar adónde estuviste los últimos siete años. Yo, más o menos, sé por donde estuve: estuve en la izquierda universitaria, estuve trabajando como periodista, estuve recibiendo una beca del Estado para producir una investigación que leerían 30 o 40 personas (con suerte), estuve mudándome de ciudad, vendiendo mi fuerza de trabajo a un mercado laboral horrible por un precio que no alcanza ni para alquilar un monoambiente; estuve haciendo eso y más cosas, como casi todos los de mi generación, criados durante el menemismo y la Alianza, formados políticamente al calor del estado de sitio del 2001, entre la oscura teoría política de las universidades y las experiencias de organización de la calle. Años de clubes del trueque y oposición a la Ley de Educación Superior. Años de expectativa, para unos, en el proceso político que se avecinaba, y decepción en otros, que veían en Kirchner la cara más amable de una moneda igual de burda que la de sus predecesores.
Estuvimos en un montón de lados, pero la figura de Néstor Kirchner fue el gran telón de fondo de todas nuestras obsesiones y nuestros pasajes. Algo de eso es lo que estamos llorando todos un poco, ahora que llueve en Buenos Aires y mucha gente está en la calle acompañando el funeral. Lloramos porque nos damos cuenta que estuvieron pasando cosas que nos obligaron a pensar y a encontrar un nuevo lugar en la historia. Crecer, como estamos empezando a entender de a poco, también implica sufrimiento. Y la muerte de ese hombre alto y desgarbado en el que muchos vieron desde el 2003 a un líder al que había que seguir porque les había prometido reencontrarse con una épica que consideraban perdida, viene liberar las energías contenidas que el kirchnerismo ató durante todos estos años.
Lo que veo ahora en la tele y lo que sentí todos estos días en conversaciones casuales y actualizaciones de estado en las redes sociales fue la toma de conciencia de la época, un punto de condensación en el que una generación despide algo y se prepara para recibir lo nuevo. Releo por estos días un libro de Jacques Ranciere en el que se plantea que la política aparece cada vez que un grupo presenta sus reivindicaciones ante una comunidad de iguales; que la política consiste, a fin de cuentas, en ejercer la diferencia y la particularidad frente otros grupos de intereses distintos;en movilizarse y realizar acciones para materializar esos intereses. Pero que en esa acción hay una aceptación de la comunidad, un reconocimiento de un bienestar posible y un horizonte común para la vida de todos.
No puedo dejar de pensar que esta despedida contiene, más superficialmente para algunos y más hondamente para otros, una sensación implícita de que estos años de kirchnerismo contribuyeron a crear un paraguas sentimental para ubicarse -más cerca o más lejos- de la idea de justicia e igualdad que cada uno incubó desde sus propias condiciones existenciales. Que de algún modo, el proyecto que encabezó Néstor Kirchner sirvió para actualizar y poner a prueba los credos personales y colectivos que creíamos más justos para enfrentar el presente.
Ayer, bajo un sol radiante y el sobrevuelo constante de helicópteros de la PFA, fui hasta la Plaza de Mayo para entrevistar a algunas de las miles de personas que se acercaron a a despedirse de Néstor Kirchner y decirle a la Presidenta “Fuerza, Cristina”. Había muchísimos trabajadores de distintos gemios, y también gente común. Algunos habían se habían hecho un tiempo en su jornada laboral para hacer varias horas de una cola larguísima que empezaba en la Casa Rosada, llegaba a la 9 de Julio y daba una vuelta en U casi hasta el Río de la Plata. Incluso me contaron el caso de un chico que pedaleó 11 kilómetros desde el Conurbano para saludar al ex-presidente.
A la salida de un largo corredor custodiado por la policía que salía de las entrañas de la casa de gobierno y terminaba a un costado de la plaza, una parejita de chicos correntinos caminaba abrazada y en llanto. Les pregunté si creían que la muerte de Néstor Kirchner iba a cambiar el panorama político de los próximos meses, y el chico me respondió: “No te puedo contestar si va a cambiar, lo que sí te puedo decir es que a nosotros nos cambió la vida”. Del otro lado, a punto de entrar al Salón de los Patriotas Latinoamericanos, donde se produjo el velatorio, un grupo de mujeres que venían de San Miguel afirmaban: “A nosotros, los pobres, nos dio mucho. Él nos sacó de un pozo y ahora hay que darle el apoyo a Cristina para que siga”.
Como ellos, supongo que habría muchos. En Buenos Aires y en otras ciudades de la Argentina, donde una mayoría (los resultados electorales sirven en buena medida para plebiscitar al menos parcialmente las opiniones) el kirchnerismo logró hacer borrón y cuenta nueva con el canto de sirenas del “que se vayan todos”. Hoy nadie se acordó de Julio López ni de Luciano Arruga ni de Mariano Ferreyra. Tampoco se escuchan voces que recuerden todas aquellas alianzas y medidas políticas que ponían entre paréntesis esa imagen pujante de nueva política que el kirchnerismo logró hacer pulular en el aire como flores trasladadas por el viento. Quizá ese sea el trabajo de quienes creen que el gobierno de Kirchner todavía no dio los pasos necesarios hacia un gobierno popular. Pero estos días son días kirchneristas, donde el hombre que gozaba darse un baño de pueblo cada vez que participaba de un acto partidario, ahora deja que el pueblo se bañe en él. Días de aceptar que el hombre que posibilitó un cambio cultural enorme en la vida política del país no va a estar más seseando en las ondas televisivas. Ahora es un cuerpo en un atáud viajando a diez mil kilómetros de altura.
La muerte genera esas cosas: cuesta tener un pensamiento y recordar la historia, los matices, las alianzas. Pero esá bien que así sea, porque en este largo y enorme funeral nos encontramos con otros a preguntarnos qué es lo que somos y qué es lo que estamos llamados a ser. Como decía Louis Althusser a mediados del siglo pasado, cuando los tiempos que se avecinaban también prometían configurar una nueva constelación: “Si, en primer lugar estamos unidos por esa institución que se llama espectáculo, pero todavía unidos más profundamente por los mismos mitos, por los mismos temas, que nos gobiernan sin nuestro consentimiento. Por la misma ideología vivida espontáneamente. Si, a pesar de que sea por excelencia la de los pobres. Como en El Nost Milan, comemos el mismo pan. Nos enfurecemos por lo mismo, nos indignamos por lo mismo. Tenemos los mismos delirios (al menos en la memoria, que es por donde merodea esa posibilidad), incluso el mismo abatimiento ante una época que ninguna Historia impulsa. Si como Madre Coraje, tenemos la misma guerra a la puerta. a dos pasos de nosotros, e incluso en nosotros mismos, la misma horrible ceguera. la misma ceniza en los ojos, la misma tierra en la boca. Tenemos el mismo amanecer y la misma noche: nuestra inconsciencia. Compartimos la misma historia —y ahí es donde empieza todo”.
5 %:
Necesitaba leer algo donde poder rescatarme de tanta red social y periodismo de actualidad... gracias
loco me conmovió este artículo. la verdad me abstraí bastante de la tele y demas formas de comunicación al respecto de esta noticia estos días, pero creo leer acá algo coherente.
un abrazo
diego
muy bien. muy limpio, muy sano, muy bueno
gracias x visitar el blog
Admiro tu lucidez, tu pluma y tu pensamiento querido "Piro". Me gustó mucho tu texto y lo encontré de la mano de Mario Favole, otro grande, por qué no decirlo. Abrazo
Nico Martínez
Gral. Roca
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