Ayer fui a visitar a un amigo que vive en La Plata. Un amigo que tuvo una hija hermosa. Militábamos juntos y él era uno de esos cuadros atípicamente universitarios: no gritaba, no caía en falsas inflexiones, escuchaba y miraba a la gente. Armó una agrupación de la nada, hizo que esa agrupación ganara cinco elecciones consecutivas. Ahora engendró vida. Se oye respirar a la chiquitita mientras él te dice “si nos tenemos que cagar a tiros contra estos...”.

Hoy tengo miedo de escribir sin sangre porque siempre que fui a La Plata me encontré con fantasmas en la calle y creí que hay algo especial en el ambiente y ahora no sé si puedo recuperarlo todo. Tolosa, barrio ferroviario. Pasto y casas bajas. Fútbol en todos los baldíos. Un pibe que parece medio tonto ríe mientras la para de pecho con la remera de Gimnasia. Después en el centro: un chico bueno que llegó tarde a Los Ramones (todos llegamos tarde a los Ramones) lleva a su novia de la mano mientras mi amigo y yo tomamos un helado y me dice “Este Kirchner hijo de puta”. Le doy la razón y puedo sentir el olor de los tilos a unas cuadras.

Mientras hacía el fuego, mi amigo charlaba y dejaba salir lo que mejor sabe hacer: ir y venir por sus contradicciones, por las de los demás, conceder, equivocarse, escuchar. Nos comimos un asado increíble y su mujer preparó una ensalada de hinojo y otra de tomate y lechuga a las que condimentó con aceite y vinagre. Tomamos una botella de vino.

La risa de los tres sonaba re linda en la cocina. Quise quedarme a vivir ahí para siempre.